Vi cómo se derrumbaba todo.
Estaba acostada sobre arena y escuchaba el sonido del agua creciendo. Imaginé
cómo se formaban las olas para después romperse, chocándose entre sí. Mi vista
se mantenía al frente: el cielo era gris y rojo y en alguna parte una grieta se
abría, rompía al cielo en dos. Detrás había otro cielo o no había nada. Era
oscuro. Lo que había detrás de la grieta y el cielo era oscuro y se expandía.
Toqué con las manos la arena y la
apreté para comprobar que aún me quedaban fuerzas. Mis dedos se movieron con
debilidad y la arena se escurrió entre ellos. Quise incorporarme y ver las
olas, el mar y el cielo rompiéndose. Todo a la vez. Quise ver si había alguien
más. No podía moverme. Pensé que así se sentirían los peces cuando son
arrastrados por las olas hacia la arena. Pensé en las texturas de sus pieles
incompatibles con la arena.
Algunas olas llegaban a tocar mis
pies y deseé que el mar me arrastrara hacia las profundidades. Sentir la
incompatibilidad, las olas chocando contra mí, la corriente llevándome lejos y
hundiéndome.
Intenté mover mi cuello para ver
a mi alrededor pero no pude. Pensé que tenían que haber otros cuerpos a mi
lado, sin embargo intuía que estaba sola. Era una de esas certezas que no son
necesarias comprobar. Moví mi lengua lentamente de un lado al otro. La
oscuridad se expandía. Recordé mis clases de natación. Las posturas que me
enseñaron y las que adopté con el tiempo. Al moverme de esa manera en el agua
me sentía un animal acuático, a su vez no podía desprenderme de la idea de que
lo que estaba haciendo era netamente humano: una técnica de supervivencia.
Pensé en peces y otros animales.
Me pregunté cómo se encontrarían y dónde. Cuáles serían sus reacciones al
percibir el derrumbe y la oscuridad expandiéndose. Creí que fuera lo que fuera
que sintieran, sus experiencias debían ser más plenas: no interferidas por
pensamientos prolongados. Tenían que serlo.
Me acordé del perro que vivía
conmigo y cómo le asustaban las tormentas. El agua cayendo, chocándose con
todo, haciendo un gran estruendo. Me acordé de que hay una isla en Japón en la
que llueve casi todo el tiempo. Las personas y los animales se adaptan a esas
cosas. Son técnicas de supervivencia.
Me concentré en el olor del mar.
Lo relacioné con un sabor dulce. El viento estaba muy fuerte. Debía ser el principio
de un huracán. Escuché las olas chocar con más fuerza, alcanzando a salpicar
mis piernas. Deseé que se formara una ola lo suficientemente grande como para
arrastrar mi cuerpo. La imaginé en detalle, como si imaginarla fuera a
generarla.
El cielo ya estaba completamente
oscuro. Moví mis brazos como pude y levanté un poco mi espalda apoyando mis
codos en la arena, tenía que verlo. El mar también estaba negro y un tornado
hacía remolinos en el agua. A mis pies, sólo algunas algas marinas habían sido
arrastradas.
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