viernes, 3 de agosto de 2018

Terrestre



   Vi cómo se derrumbaba todo. Estaba acostada sobre arena y escuchaba el sonido del agua creciendo. Imaginé cómo se formaban las olas para después romperse, chocándose entre sí. Mi vista se mantenía al frente: el cielo era gris y rojo y en alguna parte una grieta se abría, rompía al cielo en dos. Detrás había otro cielo o no había nada. Era oscuro. Lo que había detrás de la grieta y el cielo era oscuro y se expandía.

   Toqué con las manos la arena y la apreté para comprobar que aún me quedaban fuerzas. Mis dedos se movieron con debilidad y la arena se escurrió entre ellos. Quise incorporarme y ver las olas, el mar y el cielo rompiéndose. Todo a la vez. Quise ver si había alguien más. No podía moverme. Pensé que así se sentirían los peces cuando son arrastrados por las olas hacia la arena. Pensé en las texturas de sus pieles incompatibles con la arena.

   Algunas olas llegaban a tocar mis pies y deseé que el mar me arrastrara hacia las profundidades. Sentir la incompatibilidad, las olas chocando contra mí, la corriente llevándome lejos y hundiéndome.

   Intenté mover mi cuello para ver a mi alrededor pero no pude. Pensé que tenían que haber otros cuerpos a mi lado, sin embargo intuía que estaba sola. Era una de esas certezas que no son necesarias comprobar. Moví mi lengua lentamente de un lado al otro. La oscuridad se expandía. Recordé mis clases de natación. Las posturas que me enseñaron y las que adopté con el tiempo. Al moverme de esa manera en el agua me sentía un animal acuático, a su vez no podía desprenderme de la idea de que lo que estaba haciendo era netamente humano: una técnica de supervivencia.

   Pensé en peces y otros animales. Me pregunté cómo se encontrarían y dónde. Cuáles serían sus reacciones al percibir el derrumbe y la oscuridad expandiéndose. Creí que fuera lo que fuera que sintieran, sus experiencias debían ser más plenas: no interferidas por pensamientos prolongados. Tenían que serlo.

   Me acordé del perro que vivía conmigo y cómo le asustaban las tormentas. El agua cayendo, chocándose con todo, haciendo un gran estruendo. Me acordé de que hay una isla en Japón en la que llueve casi todo el tiempo. Las personas y los animales se adaptan a esas cosas. Son técnicas de supervivencia.

   Me concentré en el olor del mar. Lo relacioné con un sabor dulce. El viento estaba muy fuerte. Debía ser el principio de un huracán. Escuché las olas chocar con más fuerza, alcanzando a salpicar mis piernas. Deseé que se formara una ola lo suficientemente grande como para arrastrar mi cuerpo. La imaginé en detalle, como si imaginarla fuera a generarla.

   El cielo ya estaba completamente oscuro. Moví mis brazos como pude y levanté un poco mi espalda apoyando mis codos en la arena, tenía que verlo. El mar también estaba negro y un tornado hacía remolinos en el agua. A mis pies, sólo algunas algas marinas habían sido arrastradas.

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