sábado, 25 de marzo de 2017

En el desierto, la lluvia

Me llamo Nobuo. Cuando terminé el instituto me dijeron que debía conseguir trabajo entonces me encerré en mi cuarto con una computadora y me volví experto en hackear cuentas bancarias. Cuando necesito dinero me aíslo con unas cuantas latas de speed y el proceso comienza otra vez. Cuando termino me siento mareado, como si estuviera ebrio y suele hacerse de noche. Para esas ocasiones tengo mi comida lista y una película esperándome en el sofá del living. Esta semana fue el turno de Shuji Terayama. Después viene la parte formal. Me pongo un traje que compré con mi primera adquisición, me arreglo el pelo y voy a retirar dinero a distintos depósitos de Tokyo. Desde el taxi numero las imperfecciones de la ciudad. Suelo volver a casa con ciento veinte mil yenes o un poco más si se acerca un recital importante. Vivo en un buen departamento en el centro del domo. Bastante simple por gusto personal. Cuando me preguntan de qué trabajo las respuestas varían desde oficinista o ingeniero en informática hasta bibliotecario y mangaka. Mi mejor amiga se llama Midori. Midori dice que está enferma. Nunca me gustaron los psiquiatras. Trastorno de ansiedad, dice. Se siente como tropezar y nunca terminar de caer, dice. Entendéme si me pongo mal cuando no me contestás, dice. Ella tiene una voz triste y sus ojos brillan cuando me miran. Parece que fuera a escapársele una sonrisa y que fuera a llorar a la vez. No sé redactar sin perderme. La semana pasada me dijeron que debía tener un hobby para no deprimirme. Entonces salí a fotografiar una serie de objetos inanimados. Imprimí las fotografías y las colgué en mi pieza. No sabía de lo agradable que era levantarse todos los días y ver la imagen del cubo de basura que veo cada vez que doblo en una esquina específica. Creo que veo el cubo en todos lados. Y a Midori. La repetición de pensamientos me tiene aburrido. La cara de Midori muy cerca de mi cara me da vértigo. Todo es triste, dice. No quiero estudiar nada, dice. No quiero relacionarme, dice. No quiero estar en ningún maldito lugar. Todos los cubos se parecen y las esquinas. La artificialidad me tiene atrapado. Los lugares donde respirar parecen reducirse. Los días en los que me parece que algo vale la pena son los menos. Esta mañana me quedé una hora frente a la ventana que da a los balcones vecinos. Creí entender algo en las manchas que veía. Creí ver las piezas que conformaban el panorama sin marearme. Me gusta tu narrativa, le digo a Midori. Sos buena, le digo. Me estremece, le digo. Como cuando nos encontramos y comenzás por tocar mi cara. Ayer estaba demasiado aburrido y fui a Kōraku a ver patos. Me compré un helado de vainilla y me quedé mirándolos en un banco que me pareció absurdamente grande. Yo miraba a los patos. Los patos miraban el agua. Las migas desparramadas en el agua. La gente miraba las caras de otra gente. La gente miraba sus manos. Autos. Carteles. Semáforo. Pasto. Autopista. Yo tuve que ver autos, carteles, semáforo, pasto y autopista para volver a mi departamento. Y el estúpido cubo. Vi mis manos y me imaginé tocando a Midori. El cuerpo de Midori. Los lunares de Midori. Los miedos de Midori. Incendié mi habitación a los catorce años. Quemé mi remera de Nirvana a los catorce años. Salvé a mis peces justo a tiempo. Mis padres entraron en crisis. Me sentí un héroe. Me preparé una tostada mientras papá gritaba. Me preparé cuarenta y ocho tostadas mientras papá gritaba. Todo ardía en llamas y alguien más se encargaba de mantener las cosas en orden. Lo que nos mantiene atados al mundo es que ya somos parte. Acomodamos una serie de piezas. Las dejamos caer. Les damos sentido. A veces tengo que autoboicotearme para dar unos mensajes más claros. A veces quiero desarmar el rompecabezas. A veces no me gusta nada. A veces me gusta todo. Creo tener suficiente energía para un nuevo incendio. Creo tener suficiente energía para dos incendios. Quiero que seas mi amigo para siempre, dice Midori. Tus abrazos me son vitales, dice. E inevitablemente me siento importante. Siento que soy parte. Que logro armar algo y el rompecabezas me queda lindo. Cuando consigo encastrar la última pieza veo un desierto. La arena tiene el color del helado de vainilla. Está húmeda. El cielo es gris y uniforme. Cae una lluvia fina. Cuento dos veces hasta cien para no perderme. Cuento para no perderme.