viernes, 23 de junio de 2017

Diagrama

   Se tiró a nadar. El agua climatizada de la piscina recorría sus poros y la abstraía de todo. No pensaba cuando intentaba nadar. Cuando creía que estaba por conseguirlo se hundía y las muecas se difuminaban en su cara añeja. Esos rasgos decían mucho de ella. Hablaban de lugares, de colapsos, de no saber qué hacer y tener que accionar igual. Salió del agua con un grito ahogado: esta vez no había tragado agua, no había sido como llorar, pero esa misma sensación de llanto y asfixia la perseguía adónde sea que fuera. Se cansó de probar y fue al vestuario a sacarse la malla y estrujarla frente al espejo.
   Ese cuerpo que veía le parecía horrible y le encantaba verlo, sobre todo en ese espejo. Recorrer con un dedo los contornos, saber que sólo ella podía hacerlo, de ese modo, de un modo único. Se puso el pantalón y la remera, tomó sus cosas y salió del lugar.
   Era un día de mucho calor como los últimos veinte pero no se cansaba de intentar. Cruzó la avenida con la cabeza en alto, caminar era algo que podía hacer bien. Los tobillos firmes, los pies alineados, la presión de las baldosas bajo su cuerpo.
   Habían ocasiones en que, caminando, le daban ganas de detenerse y sacarse la ropa, empezando por los zapatos, y quedarse muy quieta, observando. Como si estuviera en un punto lejano, que lo que observase no llegara a tocarla. Que no la interceptara ni le afectase de ningún modo. Entonces quizás podría sentirse un poco bien. Lo suficiente para no desear dar una zambullida contra el asfalto.
   Pensó que en esa ciudad todas las caras mentían. Recordó a los amigos que ya no veía ¿acaso los había unido detalles casi mágicos o la necesidad? Volvió el fuerte deseo de irse. Ya apenas soportaba que los vecinos la reconocieran. Tener que controlar las muecas nerviosas que deformaban su cara para saludar. Tapar absolutamente todo con palabras que no le pertenecían. Sólo estaban ahí para que el diagrama cuadre. Hola. Me llamo Samanta ¿Tenés cigarrillos? La temperatura en Buenos Aires a esta hora es fatal. ¿Cuánto es? No, gracias. Seis, veiticinco. No, mañana no puedo, tengo un compromiso. Hasta mañana.
   Mañana. Su lengua se movía de una manera atípica cuando pronunciaba esa palabra. Sus labios húmedos se unían para volver a abrirse. Hacía burbujitas con la saliva, pequeñas, casi imperceptibles cuando su lengua chocaba contra el paladar, primero suavemente, luego con presión para ser clara y sus ojos profundos ignoraban al receptor, desviaban su mirada para encontrarse con un montoncito de tierra o de piedras en el camino. Con un zócalo verde agua de la piscina. Con una nube que le parecía demasiado roja. Con una lámpara tenue de su casa. Esa casa en que, había decidido esa tarde, no volvería a entrar jamás.

   Se apoyó contra la pared en la esquina de una habitación desordenada y demasiado blanca. Se dejó caer hasta tocar el suelo. Encendió un cigarrillo. El camión de mudanzas acababa de irse. Las cajas con sus pertenencias permanecían apiladas a su alrededor. La luz se filtraba por las cortinas transparentes como un mar cremoso que se desparramaba sobre todas las cosas que llegaba a tocar. Ella no se movía, sólo su brazo hacía lo suyo. Su mano y el cigarrillo. No se movería de ahí hasta mucho más tarde. Cuando tuviera hambre o sed, o se cansase de su posición actual. Respiró. Escuchó. En esa ciudad los sonidos de la calle se oían más lejanos. Apenas llegaba a reconocerlos. Suspiró aliviada.
   En un departamento nuevo, en una ciudad nueva casi creía que no era ella la que fumaba y retenía el humo. Ni siquiera el divague de pensamientos era el mismo. Cerró los ojos. Los abrió. Vio el cielo pálido con nubes amarillentas. Los cerró. Exhaló el humo contenido. Los abrió. Pared blanca. Manos blancas. Reconoció la sensación. Le dolía la espalda, más específicamente el omóplato derecho. Se enderezó sólo un poco. Entonces sintió que se rompió el hueso o algo dentro del hueso. Algo viscoso tocó su piel, se deslizó por la espalda y cayó al piso. Ella tomó la larva entre sus manos y la miró casi sin cerrar los ojos.
   Frente a ella, por una de las ventanas abiertas, un gato negro saltó y se metió en la habitación. Rozando la cortina con su cola, se acercó a ella, muy lento, deteniéndose a una distancia prudente. Se miraron. Se mirarían por mucho rato hasta que ella decidiera levantarse. Él no se movería hasta que ella lo hiciera. Entonces ella habló, pero esta vez no pareció su voz.
    —Vas a llamarte Camilo.
    —Vos vas a ser Anabella.

   La misma escena en un supermercado de barrio pero esta vez en otra ciudad. Los colores, las caras parecían las mismas pero algo en el aire evidenciaba un cambio. Algo fuera de lugar. Otra vez ella hurgando en sus bolsillos buscando los billetes, sacándolos desordenados, contándolos distraída. Después las monedas para completar el monto y poder llevarse las provisiones a su casa. Exactamente cuatro paquetes de fideos de arroz. Dos latas de champignones. Un frasco de café instantáneo. Las marcas tampoco eran las mismas. Ni el peso. Le pareció que la bolsa entre sus dedos levitaba mientras volvía. O quizás todo su cuerpo lo hacía. Se parecía a estar bajo el agua, pero de manera agradable. Sin sofocación ni peligro. Sin la frustración posterior de no poder flotar sin hundirse. Al pasar por una tienda de mascotas recordó a Camilo y entró para comprarle comida y piedritas. Después fue a una verdulería.
   Al llegar a casa dejó las bolsas sobre la mesa. Tomó un recipiente amplio donde depositó las piedritas y otro pequeño donde puso algo de comida. Los dejó sobre el suelo y Camilo fue enseguida a comer y hurgar entre las piedras. Luego sacó los vegetales que había comprado. Los lavó y peló. Los cortó sobre una tabla y los puso en una olla con aceite, a fuego lento. Mientras revolvía abrió las latas de champignones y los coló. Los puso en la olla y cuando estuvieron lo suficientemente dorados agregó agua y los tapó. Se acercó a la computadora y buscó Summer make good. Corrió la cortina de la ventana y encendió un cigarrillo. Ya se estaba acostumbrando al nuevo lugar. Desde ahí se veían un montón de edificios con sus pequeños intersticios iluminados. Le parecieron mechas con múltiples ojos. Se sentó estirando sus piernas. Pensó que si fuera el fin del mundo en ese momento sería perfecto. En absoluta calma lo esperaría sentada, observándolo todo. No tendría por qué acudir a nadie y nadie acudiría a ella. En ese lugar era invisible. Sonrió. Pensó también que no volvería a preocuparse por hacer variedades de comidas. Comería ramen todos los días, variando sólo los vegetales y especias. Quizás pondría una de sus almohadas cerca de esa ventana para que Camilo pudiera dormir cómodo. Tal vez visitaría el Acuario la semana siguiente.
    El Acuario era otra de las cosas que detestaba pero lo visitaba al menos una vez al año por Eugenia, una tortuga marina que había visto cuando era chica y le había encantado más que cualquier otro animal en el lugar, porque Eugenia la miró a los ojos. La reconoció en el espacio. Y a ella le dio la sensación de que estaba profundamente triste y le puso un nombre.
   Destapó la olla cuando el agua hirvió y puso los fideos de arroz. Se recostó en el piso con las rodillas levantadas, todavía fumando. Pensó que todo se trataba de esperar. Vio a su vida misma como una sucesión de esperas. No estaba tan mal. Eran esperas minúsculas y sin mayor importancia que no la alteraban. Que, siendo consciente de ellas, sabía de una serie de cosas que hacer en los intertantos. Quizás esas cosas eran las importantes. Los vacíos que había que rellenar.
   El ventilador de techo giraba en el sentido contrario de las agujas de reloj. Cada dos vueltas parecía detenerse, producía un sonido chispeante y volvía a su marcha habitual. En ese momento supo, que cada vez que lo viera, le daría esa misma sensación de que se le iba a caer encima de un momento a otro.



sábado, 25 de marzo de 2017

En el desierto, la lluvia

Me llamo Nobuo. Cuando terminé el instituto me dijeron que debía conseguir trabajo entonces me encerré en mi cuarto con una computadora y me volví experto en hackear cuentas bancarias. Cuando necesito dinero me aíslo con unas cuantas latas de speed y el proceso comienza otra vez. Cuando termino me siento mareado, como si estuviera ebrio y suele hacerse de noche. Para esas ocasiones tengo mi comida lista y una película esperándome en el sofá del living. Esta semana fue el turno de Shuji Terayama. Después viene la parte formal. Me pongo un traje que compré con mi primera adquisición, me arreglo el pelo y voy a retirar dinero a distintos depósitos de Tokyo. Desde el taxi numero las imperfecciones de la ciudad. Suelo volver a casa con ciento veinte mil yenes o un poco más si se acerca un recital importante. Vivo en un buen departamento en el centro del domo. Bastante simple por gusto personal. Cuando me preguntan de qué trabajo las respuestas varían desde oficinista o ingeniero en informática hasta bibliotecario y mangaka. Mi mejor amiga se llama Midori. Midori dice que está enferma. Nunca me gustaron los psiquiatras. Trastorno de ansiedad, dice. Se siente como tropezar y nunca terminar de caer, dice. Entendéme si me pongo mal cuando no me contestás, dice. Ella tiene una voz triste y sus ojos brillan cuando me miran. Parece que fuera a escapársele una sonrisa y que fuera a llorar a la vez. No sé redactar sin perderme. La semana pasada me dijeron que debía tener un hobby para no deprimirme. Entonces salí a fotografiar una serie de objetos inanimados. Imprimí las fotografías y las colgué en mi pieza. No sabía de lo agradable que era levantarse todos los días y ver la imagen del cubo de basura que veo cada vez que doblo en una esquina específica. Creo que veo el cubo en todos lados. Y a Midori. La repetición de pensamientos me tiene aburrido. La cara de Midori muy cerca de mi cara me da vértigo. Todo es triste, dice. No quiero estudiar nada, dice. No quiero relacionarme, dice. No quiero estar en ningún maldito lugar. Todos los cubos se parecen y las esquinas. La artificialidad me tiene atrapado. Los lugares donde respirar parecen reducirse. Los días en los que me parece que algo vale la pena son los menos. Esta mañana me quedé una hora frente a la ventana que da a los balcones vecinos. Creí entender algo en las manchas que veía. Creí ver las piezas que conformaban el panorama sin marearme. Me gusta tu narrativa, le digo a Midori. Sos buena, le digo. Me estremece, le digo. Como cuando nos encontramos y comenzás por tocar mi cara. Ayer estaba demasiado aburrido y fui a Kōraku a ver patos. Me compré un helado de vainilla y me quedé mirándolos en un banco que me pareció absurdamente grande. Yo miraba a los patos. Los patos miraban el agua. Las migas desparramadas en el agua. La gente miraba las caras de otra gente. La gente miraba sus manos. Autos. Carteles. Semáforo. Pasto. Autopista. Yo tuve que ver autos, carteles, semáforo, pasto y autopista para volver a mi departamento. Y el estúpido cubo. Vi mis manos y me imaginé tocando a Midori. El cuerpo de Midori. Los lunares de Midori. Los miedos de Midori. Incendié mi habitación a los catorce años. Quemé mi remera de Nirvana a los catorce años. Salvé a mis peces justo a tiempo. Mis padres entraron en crisis. Me sentí un héroe. Me preparé una tostada mientras papá gritaba. Me preparé cuarenta y ocho tostadas mientras papá gritaba. Todo ardía en llamas y alguien más se encargaba de mantener las cosas en orden. Lo que nos mantiene atados al mundo es que ya somos parte. Acomodamos una serie de piezas. Las dejamos caer. Les damos sentido. A veces tengo que autoboicotearme para dar unos mensajes más claros. A veces quiero desarmar el rompecabezas. A veces no me gusta nada. A veces me gusta todo. Creo tener suficiente energía para un nuevo incendio. Creo tener suficiente energía para dos incendios. Quiero que seas mi amigo para siempre, dice Midori. Tus abrazos me son vitales, dice. E inevitablemente me siento importante. Siento que soy parte. Que logro armar algo y el rompecabezas me queda lindo. Cuando consigo encastrar la última pieza veo un desierto. La arena tiene el color del helado de vainilla. Está húmeda. El cielo es gris y uniforme. Cae una lluvia fina. Cuento dos veces hasta cien para no perderme. Cuento para no perderme.