Se
tiró a nadar. El agua climatizada de la piscina recorría sus poros y la
abstraía de todo. No pensaba cuando intentaba nadar. Cuando creía que estaba
por conseguirlo se hundía y las muecas se difuminaban en su cara añeja. Esos
rasgos decían mucho de ella. Hablaban de lugares, de colapsos, de no saber qué
hacer y tener que accionar igual. Salió del agua con un grito ahogado: esta vez
no había tragado agua, no había sido como llorar, pero esa misma sensación de
llanto y asfixia la perseguía adónde sea que fuera. Se cansó de probar y fue al
vestuario a sacarse la malla y estrujarla frente al espejo.
Ese
cuerpo que veía le parecía horrible y le encantaba verlo, sobre todo en ese
espejo. Recorrer con un dedo los contornos, saber que sólo ella podía hacerlo,
de ese modo, de un modo único. Se puso el pantalón y la remera, tomó sus cosas
y salió del lugar.
Era un día de mucho calor como los últimos
veinte pero no se cansaba de intentar. Cruzó la avenida con la cabeza en alto,
caminar era algo que podía hacer bien. Los tobillos firmes, los pies alineados,
la presión de las baldosas bajo su cuerpo.
Habían ocasiones en que, caminando, le daban
ganas de detenerse y sacarse la ropa, empezando por los zapatos, y quedarse muy
quieta, observando. Como si estuviera en un punto lejano, que lo que observase
no llegara a tocarla. Que no la interceptara ni le afectase de ningún modo.
Entonces quizás podría sentirse un poco bien. Lo suficiente para no desear dar una
zambullida contra el asfalto.
Pensó que en esa ciudad todas las caras
mentían. Recordó a los amigos que ya no veía ¿acaso los había unido detalles
casi mágicos o la necesidad? Volvió el fuerte deseo de irse. Ya apenas
soportaba que los vecinos la reconocieran. Tener que controlar las muecas
nerviosas que deformaban su cara para saludar. Tapar absolutamente todo con
palabras que no le pertenecían. Sólo estaban ahí para que el diagrama cuadre.
Hola. Me llamo Samanta ¿Tenés cigarrillos? La temperatura en Buenos Aires a
esta hora es fatal. ¿Cuánto es? No, gracias. Seis, veiticinco. No, mañana no
puedo, tengo un compromiso. Hasta mañana.
Mañana. Su lengua se movía de una manera
atípica cuando pronunciaba esa palabra. Sus labios húmedos se unían para volver
a abrirse. Hacía burbujitas con la saliva, pequeñas, casi imperceptibles cuando
su lengua chocaba contra el paladar, primero suavemente, luego con presión para
ser clara y sus ojos profundos ignoraban al receptor, desviaban su mirada para
encontrarse con un montoncito de tierra o de piedras en el camino. Con un zócalo verde agua de la piscina. Con una nube
que le parecía demasiado roja. Con una lámpara tenue de su casa. Esa casa en
que, había decidido esa tarde, no volvería a entrar jamás.
Se apoyó contra la pared en la esquina de
una habitación desordenada y demasiado blanca. Se dejó caer hasta tocar el
suelo. Encendió un cigarrillo. El camión de mudanzas acababa de irse. Las cajas
con sus pertenencias permanecían apiladas a su alrededor. La luz se filtraba
por las cortinas transparentes como un mar cremoso que se desparramaba sobre
todas las cosas que llegaba a tocar. Ella no se movía, sólo su brazo hacía lo
suyo. Su mano y el cigarrillo. No se movería de ahí hasta mucho más tarde.
Cuando tuviera hambre o sed, o se cansase de su posición actual. Respiró.
Escuchó. En esa ciudad los sonidos de la calle se oían más lejanos. Apenas
llegaba a reconocerlos. Suspiró aliviada.
En un departamento nuevo, en una ciudad
nueva casi creía que no era ella la que fumaba y retenía el humo. Ni siquiera
el divague de pensamientos era el mismo. Cerró los ojos. Los abrió. Vio el
cielo pálido con nubes amarillentas. Los cerró. Exhaló el humo contenido. Los
abrió. Pared blanca. Manos blancas. Reconoció la sensación. Le dolía la
espalda, más específicamente el omóplato derecho. Se enderezó sólo un poco. Entonces
sintió que se rompió el hueso o algo dentro del hueso. Algo viscoso tocó su
piel, se deslizó por la espalda y cayó al piso. Ella tomó la larva entre sus
manos y la miró casi sin cerrar los ojos.
Frente a ella, por una de las ventanas
abiertas, un gato negro saltó y se metió en la habitación. Rozando la cortina
con su cola, se acercó a ella, muy lento, deteniéndose a una distancia
prudente. Se miraron. Se mirarían por mucho rato hasta que ella decidiera
levantarse. Él no se movería hasta que ella lo hiciera. Entonces ella habló,
pero esta vez no pareció su voz.
—Vas a llamarte Camilo.
—Vos vas a ser Anabella.
La misma escena en un supermercado de barrio
pero esta vez en otra ciudad. Los colores, las caras parecían las mismas pero
algo en el aire evidenciaba un cambio. Algo fuera de lugar. Otra vez ella
hurgando en sus bolsillos buscando los billetes, sacándolos desordenados,
contándolos distraída. Después las monedas para completar el monto y poder
llevarse las provisiones a su casa. Exactamente cuatro paquetes de fideos de
arroz. Dos latas de champignones. Un frasco de café instantáneo. Las marcas
tampoco eran las mismas. Ni el peso. Le pareció que la bolsa entre sus dedos
levitaba mientras volvía. O quizás todo su cuerpo lo hacía. Se parecía a estar
bajo el agua, pero de manera agradable. Sin sofocación ni peligro. Sin la
frustración posterior de no poder flotar sin hundirse. Al pasar por una tienda
de mascotas recordó a Camilo y entró para comprarle comida y piedritas. Después
fue a una verdulería.
Al llegar a casa dejó las bolsas sobre la
mesa. Tomó un recipiente amplio donde depositó las piedritas y otro pequeño
donde puso algo de comida. Los dejó sobre el suelo y Camilo fue enseguida a
comer y hurgar entre las piedras. Luego sacó los vegetales que había comprado.
Los lavó y peló. Los cortó sobre una tabla y los puso en una olla con aceite, a
fuego lento. Mientras revolvía abrió las latas de champignones y los coló. Los
puso en la olla y cuando estuvieron lo suficientemente dorados agregó agua y
los tapó. Se acercó a la computadora y buscó Summer make good. Corrió la
cortina de la ventana y encendió un cigarrillo. Ya se estaba acostumbrando al
nuevo lugar. Desde ahí se veían un montón de edificios con sus pequeños
intersticios iluminados. Le parecieron mechas con múltiples ojos. Se sentó
estirando sus piernas. Pensó que si fuera el fin del mundo en ese momento sería
perfecto. En absoluta calma lo esperaría sentada, observándolo todo. No tendría
por qué acudir a nadie y nadie acudiría a ella. En ese lugar era invisible.
Sonrió. Pensó también que no volvería a preocuparse por hacer variedades de
comidas. Comería ramen todos los días, variando sólo los vegetales y especias. Quizás
pondría una de sus almohadas cerca de esa ventana para que Camilo pudiera
dormir cómodo. Tal vez visitaría el Acuario la semana siguiente.
El Acuario era otra de las cosas que
detestaba pero lo visitaba al menos una vez al año por Eugenia, una tortuga
marina que había visto cuando era chica y le había encantado más que cualquier
otro animal en el lugar, porque Eugenia la miró a los ojos. La reconoció en el
espacio. Y a ella le dio la sensación de que estaba profundamente triste y le
puso un nombre.
Destapó la olla cuando el agua hirvió y puso
los fideos de arroz. Se recostó en el piso con las rodillas levantadas, todavía
fumando. Pensó que todo se trataba de esperar. Vio a su vida misma como una
sucesión de esperas. No estaba tan mal. Eran esperas minúsculas y sin mayor
importancia que no la alteraban. Que, siendo consciente de ellas, sabía de una
serie de cosas que hacer en los intertantos. Quizás esas cosas eran las
importantes. Los vacíos que había que rellenar.
El ventilador de techo giraba en el sentido
contrario de las agujas de reloj. Cada dos vueltas parecía detenerse, producía
un sonido chispeante y volvía a su marcha habitual. En ese momento supo, que
cada vez que lo viera, le daría esa misma sensación de que se le iba a caer
encima de un momento a otro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario